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Acta Francisci Pp. 529
en el corazón de la vida social, pública y política, por estar en medio de
nuevas formas culturales que se gestan continuamente tiene exigencias de
nuevas formas de organización y de celebración de la fe. ¡Los ritmos ac-
tuales son tan distintos (no digo mejor o peor) a los que se vivían 30 años
atrás! Esto requiere imaginar espacios de oración y de comunión con carac-
terísticas novedosas, más atractivas y significativas -especialmente- para
los habitantes urbanos (EG 73). Es obvio, y hasta imposible, pensar que
nosotros como pastores tendríamos que tener el monopolio de las solucio-
nes para los múltiples desafíos que la vida contemporánea nos presenta.
Al contrario, tenemos que estar al lado de nuestra gente, acompañándolos
en sus búsquedas y estimulando esta imaginación capaz de responder a la
problemática actual. Y esto discerniendo con nuestra gente y nunca por
nuestra gente o sin nuestra gente. Como diría San Ignacio, "según los
lugares, tiempos y personas". Es decir, no uniformizando. No se pueden
dar directivas generales para una organización del pueblo de Dios al in-
terno de su vida pública. La inculturación es un proceso que los pastores
estamos llamados a estimular alentado a la gente a vivir su fe en donde
está y con quién está. La inculturación es aprender a descubrir cómo una
determinada porción del pueblo de hoy, en el aquí y ahora de la historia,
vive, celebra y anuncia su fe. Con la idiosincrasia particular y de acuerdo
a los problemas que tiene que enfrentar, así como todos los motivos que
tiene para celebrar. La inculturación es un trabajo de artesanos y no una
fábrica de producción en serie de procesos que se dedicarían a "fabricar
mundos o espacios cristianos".
Dos memorias se nos pide cuidar en nuestro pueblo. La memoria de
Jesucristo y la memoria de nuestros antepasados. La fe, la hemos recibido,
ha sido un regalo que nos ha llegado en muchos casos de las manos de
nuestras madres, de nuestras abuelas. Ellas han sido, la memoria viva de
Jesucristo en el seno de nuestros hogares. Fue en el silencio de la vida
familiar, donde la mayoría de nosotros aprendió a rezar, a amar, a vivir
la fe. Fue al interno de una vida familiar, que después tomó forma de
parroquia, colegio, comunidades que la fe fue llegando a nuestra vida y
haciéndose carne. Ha sido también esa fe sencilla la que muchas veces nos
ha acompañado en los distintos avatares del camino. Perder la memoria es
desarraigarnos de donde venimos y por lo tanto, nos sabremos tampoco a
donde vamos. Esto es clave, cuando desarraigamos a un laico de su fe, de